Camino por simples calles de una
ciudad a la cual no estoy acostumbrado. El ambiente es raro, y no me doy cuenta
de que hay miles de millones de personas viviendo su vida, que a su vez, no se
dan cuenta que conviven con miles de millones de personas. El clima es cálido y
pegajoso, como si no hubiera vestimenta adecuada para el mismo. La humedad se
hace sentir, y según normales lenguas, se hace cada vez más habitual que la
brea sufra de una corta lluvia por lo menos una vez al día. Esto provoca que
la gente sufra más del ambiente húmedo.
Sin duda, es una ciudad para visitar en invierno.
Visito un café para aprovechar el
aire acondicionado, y decido leer mi libro de viaje: “como conocer una ciudad
en tres días”. Pero al abrir la tapa e iniciar a leer la biografía del autor me
doy cuenta de que esta en chino mandarín. Disfruto de un cappuccino, pero algo
me dice que es una mala opción con respecto al calor agobiante que me espera en
el exterior.
Salgo a pesar de la infusión que
he ingerido. Camino un par de cuadras, en las cuales no observo a ningún ser
viviente alrededor. No me acuerdo de leer en
el folleto turístico que hubiera una ciudad fantasma, por lo que continuo mi marcha. Después de
resignarme y decidir volver al hotel donde me hospedo, se escucha las campanas
de una iglesia ubicada justo en frente de mis
ojos. El sonido de cada campanada retumba de forma tal que puedo sentir
como vibran los edificios ubicados a su alrededor. Lo más sorpresivo es ver a
una escultura ubicada al pie de la iglesia, justo en frente de la entrada de
esta. Es un jinete arriba de su caballo, rodeado de rejas. No se puede ver
ninguna referencia, ni de cuál era el nombre del jinete, o a que hecho
histórico hace mención. Sólo se lo puede ver ahí, enjaulado, con la vista fija
en la campanas de la iglesia, esperando
que estas se hagan sonar ¿sabrá alguien porque? Según un hombre de la calle,
que habla perfecto inglés, y se aprovecha de eso para pedir limosna a los
turistas, el jinete es un antiguo guerrillero amigo de Juan Manuel de Rosas y
que nadie supo su nombre hasta el
momento de su muerte. En tal momento, el jinete le confeso su nombre a
un joven de unos diecisiete años, pero a este, con los nervios de la batalla,
se le olvido por completo. En fin, el linyera irlandés me cuenta, que el jinete
espera a cada campanada con la esperanza de poder liberarse de su postura
estática y saltar esas rejas que tanto lo incomodan. Me despido del linyera, logrando librarme de
él, con unos billetes que he encontrado en el fondo de mi bolsillo, allí donde
el cocodrilo no logra meter el hocico.
Sigo en mi camino, de vuelta a mi
hotel. Cuando me encuentro con la feria más grandiosa que he visto. Me acerco a
la entrada, y veo cientos de personas caminado entra las tiendas, como si una
edad pasada se hiciera presente allí. La calle está llena de adoquines,
molestos adoquines que les imposibilita caminar a las personas que caminan encimas de estos. Pero sin duda,
son esenciales para crear un ambiente ambiguo. Es que pareciera que están aplicados
de manera incorrecta a propósito, para que queden desparejos. Y esa
imperfección, los hace perfectos, uno apuntando para un lado, otro para la
dirección contraria. Uno más sobresalido, otro más hundido, y el niño se va
tambaleando descifrando que adoquín le permitirá no tropezar. Hay una versión
que después alguien me conto, la cual dice que uno puede diferenciar a las
personas que viven allí de las que no, viendo cómo se comportan. Aquellos que
caminan si ningún inconveniente observando lo que venden en las tiendas y no el
piso, son los que viven en esta ciudad. Aquellos, que si ven los artículos de
las tiendas pero se tropiezan, o están más atentos al suelo que a lo que venden
los ambulantes, son los visitantes.
Trato de no parecer un visitante,
y hago todo lo posible para ver las artesanías de los vendedores y no al suelo.
Voy a paso lento, tratando de pisar el adoquín correcto. Los vendedores son, en
su mayoría, jóvenes. O por ahí el espíritu joven de algunos avanzados en edad
no me deja ver sus verdaderos años. Venden pinturas, libros, miniaturas de
personajes famosos del lugar. Algunos ofrecen servicios, bailes, cenas, paseos,
fotos. A mí nadie me ofrece nada, por lo que me pone contento, ya que logro
parecer del vecindario. Observo todas
clases de personas, jóvenes con pisada fuerte, cuyo mentón se encuentra por
encima de los hombros y tienen sus vistas por las nubes, como también parejas
que solo se centran en ellos dos y el mundo exterior hace de decorado. También
hay familias, y pienso que estos son los que mas disfrutan. Los niños se
distraen viendo muñecos coloridos, gente disfrazada, cantantes,
bailarines, ruido, bullicio, mientras
que los padres pueden apreciar de las vista mientras ven de vez en cuando las
travesuras de sus hijos. Hay gente de
muy poca altura con sus ojos muy cerrados, donde el párpado de arriba está muy
cerca al de abajo, y hablan un idioma bastante ajeno, difícil de descifrar.
El sol va perdiendo sus fuerzas,
y se ve cómo se arropa al final de una vista que es eterna, acompañado de
comparsas, de músicos, de gente alegre, que no quiero que el momento acabe
jamás, pero como todo momento sublime, no puede ser duradero. Los espacios
vacíos se perciben cada vez más, y a medida que pasan los minutos, los únicos
que quedan son algunos pasados de copas. Es raro, aquello que parecían de alma
juvenil en la feria, una vez culminada esta, son borrachos sin fin en un
paisaje al cual no corresponden. Llego al final de las tiendas y miro para
atrás, la calle de adoquines se ha desvanecido, y una calle de brea soporta la
humedad de una lluvia que no me ha mojado. Las tiendas se encuentran en la
parte de atrás de camionetas y camiones, las familias, parejas y hombres con
mentones paralelos al cuerpo están en sus hogares, y solo se puede ver a los
borrachos disfrutando de sorbos infinitos.