Aquella tarde Mela
había llegado a su departamento sin muchos ánimos, cansado de su trabajo de
oficina y del calor que agobiaba a la ciudad. Llego, se desvistió, tiró las
cosas en el piso y se dejo caer en la cama con la intención de no hacer nada durante
las próximas horas. En pleno silencio sintió su celular vibrar. El celular vibró
una, dos, tres, cuatro veces y parecía que no iba a dejar de hacerlo. Con todas
las fuerzas del universo, Mela se estiró para llegar al celular ubicado en la
mesita de luz a unos metros de donde yacía en descanso. Cuando vio el celular,
vio que su amigo Lalo le mensajeaba para hacer algo. “Sale Bar?” Le pregunto. Él
le dijo que lo pase a buscar por su casa y de allí salían.
Cuando Lalo llego, Mela lo hizo
pasar para que tomen una cerveza allí. Los
bares se encontraban a un par de cuadras de su departamento, por lo que su depto
era una parada estratégica antes de los bares. Si bien, Mela no estaba
entusiasmado por salir, Lalo avivó la tarde/noche sacando un cigarrillo de
Marihuana. Un defecto que tenía Mela era que no sabía decir que no, y no iba a
cambiar ese día. Lalo era una persona que nunca fue salidor cuando ambos
eran jóvenes, pero hacía unos años que tanto él como Mela se habían convertido
en compañeros de salidas. Siempre se juntaban, fumaban marihuana, tomaban una cerveza
y de vez en cuando surgía una anécdota. La asociación se había forjado aún mas
desde que su amigo Tato se había ido a trabajar por tres años a Nueva Zelanda a
juntar Kiwis. Con el en la ciudad, no paraban de pelearse y siempre hacían lo
que Tato quería. Con su ausencia, iban a donde la noche los llevaba y ambos se
complementaban muy bien. Al culminar el “faso”, Mela se acordó que tenía algo
que le había dejado el cadete de la empresa donde trabajaba. -Para que seas
inmortal – Le había dicho el cadete.
-LaLo, tengo una bolsita muy especial.
¿Jugamos unas líneas?
-Nunca probé – Contesto Lalo mostrándose
ansioso por hacerlo.
Mela saca una pequeña bolsa de
su billetera y la abre, deja caer su contenido en la mesada de la cocina y mira
a su amigo desafiante. Abre una puerta de la alacena y de una caja llena de
sorbetes saca uno y lo corta con unas tijeras que se encontraban en la mesada,
como si ya hubiesen sido usadas ese mismo día y para el mismo propósito. Vuelve
a mirar a Lalo con la misma cara. Abre de nuevo su billetera y saca su tarjeta
de crédito. Con la misma tarjeta empieza a picar la piedrita blanca que había dejado
caer de la bolsa con un entusiasmo y una concentración, que parecía que estaba
dando su vida por ello. Después de unos segundos, acomoda lo picado formando
dos líneas. -Una para vos y una para mí- Le dice Mela a Lalo. Coloca el sorbete
cortado en una fosa nasal y agachándose hasta una de las líneas, aspira tan fuerte como
sus pulmones se lo permiten. Tira su cabeza hacia atrás y grita como si le
hubiesen inyectado algo. Mela le pasa el sorbete a Lalo, como si fuese el bastón
presidencial del gato de Macri. Cuando Lalo se pone en pose para imitar lo que
hizo su amigo, peca de primerizo y al acercarse a la línea blanca ubicada en la
mesada exhala una gran bocanada de aire, lo que esparce el polvo por todos
lados. Los dos explotan en risas.
Una vez en la calle, se van a
comer algo a la casa de tacos que queda a unas cuadras. Allí la gente los mira,
y ellos no entienden muy bien por qué. Al otro día entenderán que el mundo
giraba más rápido para ellos en ese momento. El lugar estaba lleno, y de tanto
esperar se fueron a esperar a los banquitos ubicados en la calle. Al llegar la
comida, la devoraron como si no hubiesen comido por días.
Luego fueron a un bar, cuyos
dueños eran los mismos que el lugar de tacos. ¡Que monopolio! – Exclamó Lalo y empezó
a decir todas las razones por las cuales Argentina era un país horrible. Mela
estaba acostumbrado a esas críticas, pero por dentro sabía que tanto Lalo como
él no podían vivir en otro lado que no sea ese. Conocían cada calle de ese
barrio, y amaban Buenos Aires. En el bar no había ni una persona, salvo
aquellos que trabajaban allí. Mientras tomaban dos cervezas, se dieron cuenta
que habían pasado 6 horas como si nada. Lalo se fue al baño y se vio así mismo
en el espejo. Vio una cara demacrada, con ojeras y bastante pálido. Mientras
tanto Mela tomaba de a sorbo en sorbo una cerveza que parecía interminable, al
mismo tiempo que miraba como el dueño del lugar bailaba con dos rubias hermosísimas.
Eras extranjeras, una era huesuda y la otra un poco mas rellenita. Ambas tenían
un color de ojos envidiables, aunque Mela no podía descifrar muy bien cual era.
Los rasgos de sus rostros eran bien marcados, sus narices eran puntiagudas, las
cejas eran finitas y una tenia el pelo lacio y la otra lo tenía ondulado. La más
flaca tenia un top, y los tres bailaban como si fuesen ancianos, dando saltos y
apuntando los dedos índices hacia el techo. Mela estaba magnificado con la mas
flaca y no paraba de ver lo plana que era su panza. Sin embargo, ninguna de las
dos tenía un buen trasero. -No hay como los culos de acá- Exclamó
Salieron del bar tambaleándose, mientras
que el de seguridad cerraba la puerta de color bordo atrás de ellos. El dueño
se había ido con las dos extranjeras, los tres abrazados. Mela y Lalo se miraron,
y se despidieron como si fuesen desconocidos. Cada uno se dirigió para su lado,
deseando que llegue la próxima vez.
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