“Llovía. No podía haber sido de otra manera, y es que a él
le encanta la lluvia. La primera vez que lo vi llovía. Con el pelo aún mojado y
los zapatos calados se produjo el maravilloso ritual en vías de extinción, las
luces de la sala que se apagan, las conversaciones que se convierten primero en
murmullos y luego en silencio, la gran pantalla que se ilumina, y la música de
fanfarrias que anuncian que la película va a empezar. La magia del cine.
Recuerdo
que las butacas estaban tapizadas en verde. Eran grandes, cómodas, con
suficiente distancia entre las filas para poder estirar las piernas. Amplios
pasillos a los lados y un generoso hall de entrada capaz de acoger a cientos de
espectadores. El cine tenía un nombre a la medida de su grandiosidad, el Palladium,
una sala de esas que entonces se denominaban de arte y ensayo, lo que traducido
al lenguaje de los que amábamos el cine significaba que allí se exhibían buenas
películas.
Sonó un
solo de viento desgarrador, Rhapsody in blue, de Gershwin, y en la enorme
pantalla que ocupaba la pared de lado a lado apreció la imagen en blanco y
negro de una ciudad fotografiada con exquisita belleza, y una voz en off que
decía que adraba la ciudad de Nueva York, Mahattan, esa era la película, y esa
fue la primera vez que lo vi. Un tipo delgaducho, con grandes gafas de pasta,
tímido y neurótico, pero con un talento y un sentido del humor tan
extraordinarios que, al final, era él quien se llevaba a la chica. Y eso cuando
eres un adolescente inseguro se convierte en un balón de oxígeno, o mejor aún,
en una lección de vida, en la seguridad de que no todo está perdido, de que se
puede triunfar con independencia de las cartas que te hayan tocado en el
reparto, porque todo depende de lo inteligente que seas jugando esa mano.
Desde esa película, Manhattan, la
imagen de Woody Allen y la de la ciudad de los rascacielos son inseparables, no
se puede concebir en uno sin la otra. Cuando algunos años después pisé el suelo
de Nueva York por primera vez, no pude evitar la sensación del regreso a casa,
a un lugar en el que ya había estado y que conocía perfectamente gracias al
cine, sentimiento o percepción que después he podido comprobar que comparto con
mucha otra gente. Y, por supuesto, yo también adoraba a esa ciudad que me había
cautivado desde que vi el póster de la película, un puente de hierro de color
azulado y dos personas de espaldas a la cámara sentadas en un banco. Han pasado
cuarenta años desde que se rodara ese plano mítico. Ese banco estaba en la
calle Cincuenta y nueve y esquina con la Primera Avenida. Lo busco, pero ya no
está. Ahora hay un pequeño parque infantil algo destartalado. El puente,
además, no es azulado, sino ocre. Woody sonríe cuando se lo cuento:
-No
había banco, lo llevaron los de producción.
La vida
es más hermosa a través de los ojos de la cámara de mister Allen…”
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